Por Marta Ruiz
La Comisión de la Verdad, en su informe entregado hace dos años, dice que la persistencia de la violencia física y simbólica se explica en parte por factores culturales. La cultura, entendida no solo como expresiones artísticas, sino como el sistema de valores y relaciones de las comunidades, ha sido fuertemente marcada, e incluso herida por las lógicas de la guerra y la exclusión y eliminación del otro. Es lo que llamamos un trauma cultural: la desconfianza, el miedo, la desesperanza aprendida, el odio, la retaliación.
La Comisión aseguró que el cambio cultural es crítico para construir un futuro en paz. Ni un acuerdo entre partes combatientes, por perfecto que sea, trae la paz de manera automática. Tampoco es suficiente la superación de la desigualdad material, por más que esta sea imperativa. El buen vivir requiere de una dimensión espiritual tanto comunitaria como individual. Vivir en paz es algo que no conocemos. Vivir confiando en los otros como parte de un todo llamado Nación. Ese “buen vivir" no llega: se construye. No se logra con paquetes de ayuda, ladrillos ni transferencias bancarias, por más que estas ayuden a mejorar la vida. La cultura de la paz está llena de pequeños esfuerzos por entendernos como parte de una historia imperfecta, y como hacedores de un porvenir perfectible.
El Estado y sus condiciones deben generar programas que contribuyan a que la cultura de la paz se haga costumbre. Que los miles de esfuerzos que existen tengan oportunidad de permanecer y crecer. El Estado y sus gobiernos deben dar ejemplo en cambio en valores, relaciones y narrativas. Encabezar la crítica del pasado y permitirnos imaginar el futuro sin violencia ni exclusiones.
La cultura de paz tiene una amplia tradición en Colombia, con experiencias diversas y aleccionadoras. Estas experiencias, por lo general del ámbito local, constituyen una infraestructura social que se basa tanto en tradiciones como en conocimientos y saberes que provienen del intercambio con otras comunidades, pueblos y naciones. No basta con invitar a eventos rutilantes o promover las expresiones artísticas que ciertamente han sido fundamentales como resistencia a la guerra y para la generación de empatía entre los colombianos. La cultura de paz debe permear la vida cotidiana, el lenguaje, las relaciones, los relatos e imaginarios, también los liderazgos.
Según Marta Ruiz, la cultura de paz debe permear la vida cotidiana. Foto: Andrés Molano.
En su trabajo por todo el país, por ejemplo, la Comisión constató el poder de la escucha como un ejercicio que promueve la ecuanimidad y la empatía. El diálogo como una competencia ciudadana que promueve relatos más asertivos. Las experiencias compartidas, sean juntanzas, mingas u otros encuentros, como espacios para promover la acción colectiva, tan necesaria.
Así pues, a dos años de la entrega del Informe, ciertamente hay avances muy importantes en la continuación de este legado. Uno de ellos es la creación de la estrategia de cultura de paz por parte del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, que es en sí mismo un ministerio para la paz. Pero la cultura de paz es más que un programa institucional, es un propósito de Nación que ya está en marcha y que debe potenciarse en cada lugar y momento en Colombia antes de que sea demasiado tarde.
La invitación que hizo la Comisión rebasa a las instituciones: se extiende a la escuela, los medios de comunicación, las iglesias, las organizaciones de la sociedad civil. Se trata de una corriente que necesita más y más afluentes si queremos navegar hacia ese puerto deseado y deseable que es convivir sin matarnos, convivir en el respeto y la dignidad humana, disfrutando de nuestra diversidad y nuestros saberes. Vivir con amor.
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