Por Gustavo Bueno Rojas
El Rey del Bunde se
llama Antonio Beltrán Mosquera. Camina como bailando y cruza los pasos
elevados, construidos en madera, que están en todas las calles de Carmen del
Darién para que la gente no se moje los pies en épocas de inundación. Usa tenis
blancos y tiene la habilidad de un personaje de videojuego para no enmugrarlos
de barro. “Hoy no me van a llamar para armar el bunde”- dice con una sonrisa de
dientes tan diáfanos como las ciénagas que forman las aguas del Río Atrato, a
la altura del Tapón del Darién, “porque estamos de luto, ayer murió un
habitante de la comunidad y por respeto no podemos hacer ruido”, dice
Antonio y camina sin mirar los charcos, es como si
tuviera un sonar en los pies, el sistema radar de los barcos, para no encallar. “Cuando terminó el partido contra Uruguay, de una formamos la
recocha”.
Antonio se acerca a los
30 años, cuando entró al restaurante de doña María, que queda a la orilla del
Atrato, dando unas largas zancadas para subir las escaleras de madera, se sentó enfrente del
televisor en una de las sillas Rimax, a mirar atentamente el desarrollo del
partido de Colombia frente a Brasil. “Si no hubiera difunto-dice-, así
perdamos, hubiéramos armado bunde, pero le repito, hoy no se puede”.
El rey del Bunde ha
vivido toda su vida en Curabaradó, la cabecera municipal de Carmen del Darién y
se ha ganado el respeto de la comunidad, no solo por las fiestas que organiza
en el pueblo, sino porque desde hace mucho tiempo, ha dirigido la cultura de su
municipio. “Soy gestor cultural desde que nací. Monto bundes, obras
de teatro, soy artesano, escultor, pintor, periodista. Me gusta crear,
leer. Estoy escribiendo una obra que se
llama Un pueblo fantasma y se basa en
la problemática que tenemos los habitantes de Carmen del Darién”, dice y vuelve
a mostrar la sonrisa de aguas cristalinas.
Antonio Beltrán se
levanta de la universal silla Rímax, y habla como si tuviera vergüenza, no por
la derrota de la Selección Colombia ante la brasileña, sino porque hoy no podrá
llevar a cabo el bunde, una fiesta con
chirimía por las calles del pueblo, en donde todos los habitantes pasan por las calles del Darién bailando: “Por lo menos en esta época podemos llorar a los
muertos y hacer nuestras celebraciones, antes no nos dejaban”.
El Carmen del Darién es
uno de los municipios más jóvenes de Colombia. Fue constituido el 12 de
septiembre del año 2000. Su nombre es un homenaje al Tapón y la patrona de la
región, la Virgen del Carmen. Aunque su inauguración es reciente, su historia
no ha sido fácil, especialmente a finales de los noventa, cuando los grupos
armados ilegales dominaban la zona.
Luis Fredy Robledo Mena
tiene 45 años y fue el segundo alcalde por elección popular de Carmen del
Darién, entre los años 2004 y 2007. Al igual que Antonio Beltrán, ha vivido
siempre en Curbaradó. Se desplazó en el año de 1997 hacia Turbo, pero la fuerza
de la tierra y un proyecto común a muchos darienenses lo hicieron retornar.
“Tuve la visión de que nos podíamos organizar, en comunidad de paz. Desde el
95, veníamos trabajando un proyecto de municipalidad y entonces, no podíamos
permitir que la gente se fuera toda de la región, que se desintegrara, así que
crear un municipio era una nueva esperanza”, dice Robledo, que lleva puestas
unas botas panteras y una mochila arahuaca, en la que guarda un cuaderno, en el
que parece tomar nota de todo lo que ve.
En los tiempos en que
Carmen de Darién no existía y Curbaradó llevaba por nombre Cuenca de Curbaradó,
y pertenecía al municipio de Río Sucio, sufrió varios desplazamientos forzados.
“Contábamos hasta veinte cadáveres diarios que llegaban por el río”, dice el
exalcalde.
Los desplazamientos
empezaron en 1996. Los instantes de violencia aún no se borran de la memoria de
quienes vivieron aquellos momentos. En el pueblo todos hablan la operación Génesis,
un operativo militar desarrollado en febrero de 1997, en una amplia zona del
Chocó en contra del Frente 57 de la guerrilla de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (Farc), a la que sucedió una sanguinaria avanzada
paramilitar y que produjo el desplazamiento de unas 5.000 personas y más de un centenar de muertos.
“Fueron momentos muy
difíciles”-, dice Luis Enrique Lara, tiene un clarinete en la mano. Luis es el
director de la chirimía de Carmen del Darién, que es tan joven como el pueblo,
y a quien el Rey del Bunde llama primero para preparar la fiesta. Aprendió a
tocar el instrumento hace un año, gracias a unas clases que tomó en la iglesia.
“Aquí la gente pasaba muchos trabajos, pasaba mucha hambre. En Rio Sucio el
ejército restringía la alimentación, solamente la familia tenía derecho a traer
diez mil pesos para el mes, y diez mil pesos escasamente solo alcanzan para una
botella de aceite y una libra de arroz”.
Las construcciones de
Carmen del Darién están en el aire. La iglesia, la biblioteca, el
polideportivo, los barrios, la estación de gasolina, las calles. En épocas de
lluvia, que son casi todas las épocas del año, el río extiende sus brazos y la
extensa majestad del Atrato pasa por debajo del pueblo. No, el Carmen no está
en el aire, navega casi los 365 días del año, porque cuando el agua no pasa por
debajo, cae del cielo. En aquellos días de la violencia, era imposible hacer
cualquier cosa. “Yo salí con mi familia, de noche, en los dos botes que
teníamos.”, dice Pablo Palacio Moreno, con una voz pausada mientras mira el
río. “nos largamos aguabajo por aquí- y señala el Atrato-. Mis botes no eran de
motor, el motor era este” y mueve sus brazos como si remara. Palacios,
comerciante de la región, salió con sus 14 hijos, de noche y desembarcó en
Turbo, Antioquia, al día siguiente.
La violencia arrasó con
todo, no solo con la tierra. Los grupos armados prohibían cualquier tipo de
manifestación cultural como los alabaos y los gualíes, cantos fúnebres típicos
de la región del Pacífico. “Cuando se moría alguien era prohibido llorar, hacer
nuestro duelo, que como usted sabe, es con música y cantos, entonces se
encerraba ese dolor. Aquí antes no hay personas locas”, dice Luis Enrique,
mientras a su memoria vuelven aquellos días en que la música estaba prohibida.
Es ineluctable no
pensar en las consecuencias de todo el horror que sucedieron en esos días.
Además de los centenares de muertos y desplazados que dejó la ola de violencia,
las consecuencias sicológicas y sociales son evidentes. El miedo y el recuerdo
están en todos aquellos a los que debieron salir de noche en champas o como
pudieron. “La vida es más valiosa que la misma tierra”, dice Pablo Palacio,
como si fuera una sentencia. Uno de sus 14 hijos aún sufre las terribles
consecuencias de lo ocurrido: “no perdí ningún familiar, pero tengo un hijo que
está desmentizado. Se llama Andrés Palacio y tiene 22 años, tenía 14 cuando le
pasó eso”, dice Pablo, “Fue en un plomeo de los paracos con la guerrilla. Como
él no estaba acostumbrado a eso, se quedó así. Apenas veía una persona con arma
de fuego, salía a correr para el monte y tenía uno que irlo a buscar”, de
repente, se agacha y recoge un palo del suelo, “usted le apunta con algo así y
el muchacho sale corriendo”.
Los tiempos han cambiado. La comunidad se ha
fortalecido y ha entendido que a través de acciones pequeñas, que implican el
diálogo, es posible llegar a muchos acuerdos. “Tener una biblioteca pública,
nos abrió muchos espacios, por ejemplo además de prestar el servicio, para que
la gente venga y lea, hemos creado un centro de memoria, que ha ayudado,
especialmente a los adultos mayores, que se reúnen a recordar cómo era la vida
de antes y eso les hace la existencia más amable, porque después de tener una
vida tranquila y pasar por todo lo que pasaron, se nos están muriendo de
depresión, como ocurrió con uno hace un par de días”, dice Antonio Beltrán,
mientras camina por la orilla del río.
En la región la gente
es amable y todos tienen una sonrisa en los labios, a pesar de toda la historia
que llevan a cuestas. “La gente sigue siendo muy humana. Quien pone muertos, es
muy difícil de que siga siendo buena persona. La mayoría de la gente
piensa, si me mataron a alguien, yo mato;
me desplazaron, más adelante voy a desplazar; me quitaron mis derechos yo quito
derechos y el Darién sigue siendo un municipio de personas humanas”, dice Luis
Enrique, mientras desarma el clarinete para guardarlo en el estuche, una
pequeña maleta de cuero que cuida igual que a sus cuatro hijos. “El menor, que
apenas tiene dos años, ya pita con la flauta y se presentó con nosotros cuando
nos visitó el obispo de Quibdó”.
Cuando cae la tarde en
Carmen del Darién, el aire tiene una densidad húmeda que acaricia la piel. El
sol se refleja en las aguas del río y la selva se traga los rayos que caen del
cielo. Es un lugar hecho a la medida para pensar que el mundo es un lugar
afable, a la medida de los sueños y los anhelos de los seres humanos. En ese
atardecer, es imposible no extraviarse y olvidar rencores y penas para poder
seguir viviendo. Tal vez por estas razones, muchas de las víctimas de cruenta
violencia decidieron volver. Pablo
Palacio lanza una mirada pausada hacia el horizonte como si el tiempo no le
importara. “Es muy bonito esto, ¿verdad?” y sonríe.