“... Anoche tuvo lugar en el Palacio una reunión animada, con el
exclusivo fin de acordar las bases para la edificación de un nuevo teatro. Si
acaso me alejo un poco de la política para entregarme a asuntos puramente
artísticos, lo hago inspirado por el amor que siento por el teatro, ya que el
hará olvidar un poco nuestra situación angustiosa y contribuirá al fomento del
teatro colombiano, el cual poco a poco irá abriéndose paso a través de las
demás repúblicas hermanas”.
Así escribió en agosto de 1885 el entonces presidente Rafael Núñez, cuando decidió dotar a la capital con un teatro de envergadura para convertirlo posteriormente en el centro cultural de la ciudad de Bogotá.
Por iniciativa del Doctor Núñez, se seleccionó el edificio del Teatro Maldonado, situado en la calle 10° frente al Palacio de San Carlos, como sede para la construcción del nuevo teatro. Esto debido en parte, a que dentro de esas paredes ya se había albergado la cultura floreciente de la época. Situándose allí en sus primeros años el Coliseo Ramírez, el cual fue comprado por Don Bruno Maldonado quien le dio su apellido como nombre.
Se le confió al arquitecto italiano Pietro Cantini, que se encontraba trabajando en la construcción del Capitolio Nacional, el diseño y construcción de esta importante obra.
A la sazón, se encontraban en el país dictando clases artistas de renombre como el escultor César Sighinolfi y el ornamentador Luigi Ramelli, quienes fueron inmediatamente vinculados al proyecto bajo la batuta del arquitecto Cantini, quien además logró la participación de pintores como Filipo Masteralli y Giusepe Menarini, además del tramoyista Giorgio Tofaloni. Este exclusivo equipo inició las tareas en enero de 1886, contando con un área de construcción de 2.400 metros cuadrados.
Al teatro se le incorporó el estilo neoclásico imperante de la época, con una fachada de orden dórico en piedra tallada con tres partes separadas entre sí por dos cornisas en piedra. Por su parte, la entrada principal cuenta con un vestíbulo que conduce a la luneta con forma de herradura, que desemboca en el proscenio y la escena. Allí en el marco del escenario, se encuentran una serie de tableros en yeso obra del maestro Luigi Ramelli, que conjuga medallones, querubines, jarrones y guirnaldas, rematados por un capitel de tipo dórico. Entre estos marcos se encuentran los palcos del proscenio, tres a cada lado, decorados con liras y cornupias.
La obra artística realizada en el teatro prosigue en los palcos, los de primer nivel decorados por Luigi Ramelli, representan en forma alegórica la música, la comedia y la tragedia; los de segundo nivel se componen de cariátides que simbolizan la sonrisa y las cuatro estaciones; los de tercer nivel son obra del escultor César Sighinolfi, adornados con cariátides que representan a jóvenes ataviadas con vestidos correspondientes a cada una de las cuatro estaciones y finalmente los palcos de tercer nivel en la parte superior están decorados con rosetones sencillos.
En la entrada a platea se encuentran dos cariátides de cuerpo completo que representan a dos jóvenes patricias romanas, quienes soportan sobre sus cabezas el palco presidencial que fue decorado con el escudo nacional que remata con el cóndor.
El plafón principal recoge rápidamente las miradas en la obra del maestro Filipo Mastellari que representa seis de las nueve musas: Clío, escribiendo la historia; Euterpe, tocando la trompeta; Talia, representando la comedia; Melpóneme, interpretando la tragedia; Polimnia, tañendo la lira y finalmente Caliope la elocuencia, leyendo un pergamino. Las musas conforman un círculo que en perspectiva converge hacia un rosetón de donde pende la lámpara central. Un rápido recorrido por el teatro permite distinguir, entre los múltiples protagonistas a Hernani, Aída, Fausto, El Trovador, Don Juan, Carmen, El Barbero de Sevilla, Otelo, Romeo y Julieta entre otros de los 36 que hacen parte del grupo.
El telón de boca fue resultado de una amplia selección y discusión que finalmente desembocó en la aceptación de la pintura del maestro florentino Annibale Gatti, que hábilmente representa las más bellas obras de la ópera y el drama. El cual cuenta con un medallón con la efigie de Cristóbal Colón, enmarcada con sendos rosetones rodeados de guirnaldas.
La magistral obra artística plasmada dentro de la construcción, fue casi terminada a mediados de 1892 con una duración 6 años de trabajo y esfuerzo. Durante este mismo año se decidió cambiar el nombre inicial de Teatro Nacional por el de Teatro de Cristóbal Colón, y se dispuso mediante la ley 25 del 6 de octubre de 1892 como fecha de inauguración del teatro el 12 de octubre del mismo año, como conmemoración y celebración de los 400 años del descubrimiento de América.
Un programa de conciertos abrió la puerta grande de la cultura escénica en el nuevo Teatro de Cristóbal Colón y en el estreno oficial se presentó la Ópera Hernani de Giuseppe Verdi, interpretada por la compañía Azzalli el 26 de octubre de 1895.
ANÉCDOTAS RELACIONADAS CON LA CONSTRUCCIÓN DE UN TEATRO
La historia del Teatro se inició en el año de 1885, con el nombre de Teatro Nacional. De tiempo atrás se tenía la aspiración de dotar a la ciudad capital con un teatro más acorde a sus necesidades. Ya que el único teatro que existía en la época era el Teatro Maldonado, el cual llevaba cerrado seis años específicamente desde agosto de 1879, mes en el que la compañía de ópera italiana dirigida por el señor Egisto Petrilli presentó la última obra.
Esta situación se debió a que el público capitalino cansado de la poca variedad de las obras presentadas y su muy discutible valor artístico, había abandonado la costumbre de asistir. Siendo el teatro abandonado por el público y poco a poco deteriorándose en este ambiente de soledad.
Durante estos años, el público capitalino prefirió las reuniones y tertulias que se celebraban en el ámbito de distinguidas familias. Cuyos salones se abrían al círculo de sus amistades, en donde se encontraba un amplio campo para las manifestaciones culturales de diversa índole, que hacían muy agradables y llamativas dichas reuniones. Así reseño este hecho el periódico “El Zipa”, en su edición del 14 de Agosto de 1879.
Para llenar el vacío que dejó el cierre del Teatro Maldonado, varios grupos de ciudadanos estimulados por Rafael Pombo, solicitaron al arquitecto Pietro Cantini en el año de 1881, que elaborara el diseño de un nuevo teatro, que sería construido en un lote cercano al edificio del Observatorio Astronómico; sitio que actualmente ocupa el llamado Palacio Echeverry.
El maestro Cantini realizo el diseño y los planos para el nuevo teatro, sin embargo todo quedo en buenas intenciones, ya que el gobierno no contaba con el dinero para adelantar la obra y el grupo de personas interesadas tampoco pudo reunir los fondos necesarios. De este suceso solo quedó registrado el comentario del Dr. Rafael Pombo, publicado en el diario “El Conservador”:
“De
tiempo atrás profesamos amistad y estimación al arquitecto oficial y muy amable
caballero señor Cantini; habiéndole encomendado nosotros el complicado proyecto
de un nuevo Teatro, nos presentó prontamente un primoroso plano y diseño, cuya
ejecución deseamos se realice para desagraviar el mal pasado predicamento de la
cultura nacional”.
Otro intento para la construcción del nuevo teatro, se realizo durante el gobierno del Dr. Francisco Javier Zaldúa. En el año de 1882 se le solicitó de nuevo al maestro Cantini, en su calidad de arquitecto nacional, la elaboración de unos planos para la reforma de una parte del Edificio del Claustro de Santo Domingo. Con el fin de dar cumplimiento al artículo 6º de la ley 72 el cual ordenaba al poder ejecutivo, realizar los acuerdos y arreglos pertinentes con los dueños de los almacenes y tiendas que allí habían, para construir sin demora un teatro digno de la cultura de la capital; anexando a él tres salones para las escuelas de escultura, pintura y música.
El arquitecto Cantini diligentemente preparó el proyecto y los planos correspondientes, de acuerdo con las posibilidades que el terreno permitía y acordes con los deseos del gobierno, sin embargo, este proyecto también fracasó debido a las limitaciones económicas del presupuesto nacional.
A pesar de los fracasos anteriores ocasionados por la difícil situación económica del país, el proyecto del teatro continuó latente en espera de una mejor oportunidad para hacerlo realidad. Este honor le correspondió al entonces presidente Rafael Núñez, quién desde su posesión y pese a las múltiples dificultades que le acarreaba una de las tantas contiendas civiles que en esa época afligieron el país, mantuvo el interés en este proyecto.
El entusiasmo del Dr. Núñez, por dotar al país de un sitio adecuado para que el arte en sus más bellas manifestaciones pudiera apreciarse dentro de un marco apropiado, conllevo a que el 14 de septiembre de 1885 dictará el decreto No. 601. En el que haciendo uso de sus facultades extraordinarias de las que se hallaba revestido dada la situación de guerra que vivía el país, declarará propiedad de la unión por causa de utilidad pública, al edificio del Teatro Maldonado con todas las anexidades y dependencias necesarias, para que el local preste convenientemente los servicios a que se le había destinado. Asimismo y para compensar la expropiación decretada, se dispuso una compensación monetaria al señor Bruno Maldonado y demás dueños del teatro, acordando el valor peritos idóneos nombrados por el gobierno.
Por el mismo decreto, se encargó las obras de reparación y adaptación del edificio para el nuevo teatro al señor Pietro Cantini y se abrió un crédito extraordinario en el presupuesto nacional para cubrir los gastos de la obra.
Curiosamente el lugar elegido por el mencionado decreto 601, para sede del nuevo teatro vino a ser el que ya habían albergado dos teatros más, el Coliseo Ramírez y el Teatro Maldonado.
El Coliseo Ramírez fue construido por un comerciante español de nombre José Tomas Ramírez, entre los años 1792 y 1793, con respecto al dinero que se utilizó para su construcción, el “Papel Periódico Ilustrado” trae la siguiente anécdota:
“...el señor Ramírez fue un hombre acomodado, pero se
arruinó por su gran pasión por el juego hasta el punto de tener que concurrir
por las noches a los sitios de juego a solicitar a sus amigos una habilitación
diaria en dinero para su subsistencia. En una noche de gran concurrencia de
jugadores, en que el dueño de la banca era un oidor muy acaudalado, la mesa
brillaba por su riqueza en onzas de oro y en el momento de principiar el juego,
el oidor se acordó que siendo 1º de enero había besamanos en el Palacio del
Virrey y felicitaciones de año nuevo de carácter oficial.
Ante la alternativa de verse
precisado a retirar su dinero, con mengua de su posición de jugador o
entregárselo a algún recomendado que hiciera sus veces, su mirada se fijó en el
Dr. José Tomas Ramírez, quien se encontraba en un rincón en espera de la ayuda
de sus antiguos camaradas. Lo llama inmediatamente y lo hace sentar, como se
dice en términos del arte, de flor en su puesto, para que talle los fondos
consignados en oro. El oidor se retira al Palacio del Virrey, en donde cumple
sus deberes oficiales de etiqueta y regresa a su casa sin pensar en la suerte de
la suma dejada en el tapete verde.
Con gran sorpresa para los
jugadores, aquella noche el señor Ramírez estuvo de suerte sostenida y
prolongada, así que siguió jugando hasta media noche, sin poder dejar su
puesto, porque la delicadeza no se lo permitía. Al fin casi habiendo arruinado
a sus compañeros, perdido lo que llevaban y sin esperanza estos de poder
recuperar su dinero, se retiraron todos dejando al señor Ramírez dueño de una
gran cantidad en dinero sonante, más lo que le quedaban a deber que como deuda
de juego era sagrada sobre todo en aquellos tiempos.
Como persona de honor el señor Ramírez
se apresuró, apenas llegado el día a presentarse en casa del oidor para darle
cuenta de los resultados obtenidos. Este impaciente y mortificado por el
llamamiento temprano y exigente del señor Ramírez, lo recibió con aspereza y
falta de cortesía. Ramírez le dijo que tenía en su poder una suma enorme que deseaba
poner a disposición del oidor, pero éste rehusó recibirla, contestando que
desde el momento que lo había puesto de flor, en su lugar, había hecho
resolución de perder su dinero, habida consideración a la mala suerte que
siempre había asistido al señor Ramírez. Después de una larga discusión el oidor
recibió solamente la suma puesta en la banca, cediendo las ganancias obtenidas
al antes desafortunado señor Ramírez.
Con este dinero y la resolución
de invertir en negocios más seguros que el juego, el señor Ramírez en asocio con
José Dionisio del Villar, emprendió la construcción del teatro y con el apoyo
del Virrey José de Ezpeleta, iniciaron la obra el 20 de agosto de 1792 bajo la
dirección del coronel Domingo Esquiaqui, concluyendo el 27 de octubre de 1793.
El entonces arzobispo de Bogotá
Monseñor Martínez Compañon, consideraba que las representaciones teatrales dañaban
las buenas costumbres del pueblo, para impedir su realización trató de comprar
el proyecto a los socios, pero al no aceptar éstos se disgustó y les pronosticó
que perderían toda su fortuna, y que el día de mayor concurrencia se
desplomaría el teatro sobre los espectadores, dejándolos a todos sepultados
bajo sus ruinas. Pese a estos temibles augurios los socios prosiguieron con su
negocio”.
Sin embargo, la primera parte del pronóstico se cumplió al pie de la letra, pues según cuenta el Dr. José María Caballero en su “Diario”, Ramírez se arruinó con el coliseo y murió en Tocaima el 2 de enero de 1805 en la completa pobreza.
El Coliseo Ramírez fue famoso en su época, allí se presentaron las primeras compañías teatrales y de ópera del viejo mundo, las cuales debían realizar una verdadera hazaña para su arribo a la capital. En efecto, se embarcaban en Francia, España o Italia en un barco a vapor cuya travesía a través del atlántico duraba en promedio de veinticinco a treinta días. Si no había problemas, arribaban a Sabanilla (hoy Puerto Colombia) y de inmediato se embarcaban por el río Magdalena hasta la ciudad de Honda, de allí se transportaban a lomo de mula hasta Bogotá. Trepando por los repechos de la cordillera de los andes, sufriendo los rigores del clima y soportando nubes de mosquitos entre otras pequeñas calamidades. Esta odisea limitaba notablemente la escogencia de óptimos actores, ya que más que la calidad prevalecía su capacidad de resistencia frente a un viaje tan largo y azaroso.
El Coliseo Ramírez se fue modificando poco a poco y cambió de dueño en varias oportunidades hasta llegar a mano de los hermanos Bruno y Timoteo Maldonado.
En el año de 1871, Bruno Maldonado compra a su hermano Timoteo su parte en el edificio con lo cual se hace dueño de la totalidad del teatro, exceptuando algunos palcos que eran de propiedad de particulares.
El señor Maldonado remodela la fachada decorándola con ocho columnas dóricas y efectúa algunas modificaciones interiores para dar más comodidad a los palcos y visibilidad al escenario, le cambia el nombre de Coliseo Ramírez por el de Teatro Maldonado y hace esfuerzos por presentar nuevos y más variados espectáculos.
Sin embargo en este punto las cosas no le resultan muy bien, pues presenta dificultad para seleccionar cosas novedosas, el público se va cansando y cada vez son menos los asistentes hasta que se vio forzado a cerrar las puertas del teatro, ocho años después de bautizado con su nuevo nombre en agosto de 1879.
No obstante, al encontrarse el teatro cerrado cuando el Dr. Rafael Núñez dictó el decreto de expropiación, el señor Maldonado jamás acepto esta medida oficial la que siempre considero como un atropello y por tanto, inició un largo proceso judicial que terminó once años después cuando ya el Teatro de Cristóbal Colón había sido construido y don Bruno había fallecido.
En su testamento otorgado en 1890, conminó a sus herederos que, por ningún motivo y so pena de quedar desheredados, debían aceptar el dinero ofrecido como indemnización ya que él aspiraba, además a que el Gobierno lo resarciera de los presuntos perjuicios que la expropiación le había causado.
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