Por José Vicente Guzmán Mendoza
El camino que lleva de la vereda del Sagrado Corazón de Jesús al municipio de Sibundoy, en Putumayo, tiene 2,5 kilómetros. Es una vía destapada (en la mayor parte de su tramo) que recorre casas, algunas tiendas, pequeñas fincas, matorrales, terrenos desocupados y, una vez entra al pueblo, termina en una subida que llega a la plaza principal y a la Catedral. Transitan personas a pie, motos y unos pocos carros o taxis, como cualquier otra carretera rural de Colombia.
Pero el ambiente es distinto este lunes 12 de febrero. De los caminos secundarios que cruzan la vía y de las casas que se alcanzan a ver a lo lejos, salen grupos de indígenas con sus sayos y trajes de distintos colores (rojo, verde, azul, amarillo y blanco), sus sombreros y gorros ceremoniales, sus collares y sus instrumentos musicales. Una algarabía de tambores, flautas traversas, sonajeros, cuernos y dulzainas, mezclados con algunos gritos de alegría, reemplaza el sonido de los pájaros, habitual en la mañana. Y junto a las motos y los caminantes ocasionales, aparecen personas con máscaras y banderas.
En el centro de todos, frente a la capilla de la vereda del Sagrado Corazón, varias mujeres indígenas y algunos niños escoltan una imagen de la Virgen de las Lajas, adornada con flores y cintas de colores. A su alrededor, las personas bailan, saludan y abrazan. Algunos toman pétalos de flores y los ponen en la cabeza de sus interlocutores. Se ven varios visitantes del resto del país y muchos extranjeros.
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En un momento, música, bulla y baile se convierten en una procesión organizada de unas 200 personas hacia Sibundoy. Una que crece con cada grupo de indígenas que aparece en los cruces de caminos o en las puertas de las casas.
Es el Betsknaté, la celebración más importante para los indígenas Kamëntsá –un pueblo milenario asentado en el Valle del Sibundoy–, una especie de carnaval con el que reciben su nuevo año, agradecen por lo recibido en el ciclo anterior, comparten con sus familias, vecinos, amigos y celebran la memoria de la comunidad y de sus ancestros.
Una expresión cultural que desde el 2013 hace parte de la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial del ámbito nacional, con plan de salvaguarda, y a la que el Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes apoya desde convocatorias como la Lista Bienal de Proyectos de Interés Nacional e iniciativas como la Estrategia de Cultura de Paz.
La memoria milenaria
Al frente de la procesión, justo detrás del matachín –un hombre con máscara roja que hace sonar una campana con la que invita a la comunidad a unirse a la fiesta–, van algunos de los personajes más reconocidos de la comunidad. Entre ellos está doña Emerenciana Chiqunque de Jamioy, mujer de baja estatura, manos anchas y ojos que parecen mirar hasta el fondo del alma de quien le habla. Mamá Emerenciana (como le dicen los otros indígenas) es una artesana que ha mantenido vivas las enseñanzas ancestrales de esta comunidad.
El matachín, un hombre con máscara roja, hace sonar una campana con la que invita a la comunidad a unirse a la fiesta y lidera el desfile inicial. Detrás van los indígenas con sus trajes, gorros, collares e instrumentos musicales.
“En el Betsknaté reunimos toda la memoria, el fervor y el origen de lo que somos como pueblo Kamëntsá”, dice, luego de tomarse una pausa inicial para responder. Y empieza a explicar cómo, aunque no tienen una fecha estimada de su llegada al mundo, los Kamëntsás son el fruto de personas que hace “miles y miles de años” pensaron en dejar algo para el futuro y para quienes venían después.
Sembraban los alimentos, los árboles maderables o las plantas medicinales y cuidaban a los animales previendo siempre que no faltara nada para las celebraciones que se avecinaban en el año, para cuando nacieran o crecieran sus hijos e incluso para sus nietos. Y esa enseñanza la dejaron de generación en generación.
En su casa, hecha de ladrillo en plena vereda del Sagrado Corazón, Emerenciana tiene una chagra (un jajañ para los Kamëntsá) en donde siembra algunas de las plantas que le enseñaron su mamá y su abuela. También una sala de madera con una tulpa –el fogón en donde comparten sabiduría, rituales y alimentos con su familia– frente a la cual suele sentarse a tejer y armar los collares, fajas y manillas que vende con su familia en un emprendimiento llamado Taller Artesanal Madre Tierra.
Para los días del Betsknaté, cuando muchos Kamëntsás vuelven al Valle del Sibundoy desde diferentes lugares del país para visitar a sus familias (es también un festival del retorno o del reencuentro), varios se reúnen frente a ella, para escuchar sus consejos y palabras.
El Betsknaté es una mezcla de ritos y tradiciones ancestrales de los indígenas con elementos católicos que llegaron en la colonización. Aquí se puede ver cómo en el centro de la procesión, cuatro mujeres indígenas llevan la imagen de la Virgen de las Lajas.
“Eso es lo que nosotros somos y esta celebración nos permite recordar y celebrar eso, honrarnos entre nosotros, desearnos un feliz año y prometernos que el mañana será mejor. Estamos venerando a la madre tierra, estamos agradeciendo a todo el universo la memoria que dejaron los abuelos y tatarabuelos que nunca conocimos”, explica Emerenciana.
Una historia de acuerdos
La procesión llega a Sibundoy a medio día, convertida en un río de colores, música, tambores y baile con más de 500 personas. Es un espectáculo que muchos siguen desde las ventanas o los balcones de sus casas. Pero el momento más poderoso es cuando ese río de gente entra, junto con la Virgen de las Lajas, a la Catedral San Pablo Apóstol.
La iglesia, siempre en silencio, retumba con el sonido de los tambores, con la música y con la algarabía. Y aunque el Betsknaté (Día Grande en Katmënsá) es una celebración que mezcla tradiciones ancestrales de la comunidad con elementos que dejó la colonización española, como la Virgen de las Lajas y la propia misa en medio de las celebraciones, es inevitable pensar que el entrar así a una iglesia es una forma de resistencia, de decir “aquí estamos, aquí seguimos”.
Para el Taita Santos Jamioy, exgobernador del resguardo y uno de los responsables de que esta celebración haga parte de la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial del ámbito nacional y tenga un plan de salvaguarda, no es más que una muestra de todos los acuerdos que tuvo que hacer la comunidad Kamëntsá para mantener vivas parte de sus tradiciones.
De hecho, se dice que el Betsknaté tenía otra fecha e incluso duraba varios días, pero la Iglesia Católica, preocupada por el desorden, accedió a permitir la fiesta a cambio de que la limitaran a un solo día, incluyeran símbolos católicos y la hicieran siempre el lunes antes del Miércoles de Ceniza.
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“Hoy hay algunos sacerdotes que comparten y se identifican con nosotros”, explica el taita Santos, un hombre de cejas grandes, pelo largo recogido en cola y gafas que hacen ver sus ojos más pequeños de lo que son.
“Yo incluso -dice Santos- he tenido la oportunidad de compartir con el señor Obispo y lo he visto tomar de nuestra chicha, y eso para mí ha sido muy importante: no porque queramos igualarnos, sino simplemente porque es una forma de reconocer que también existimos, somos importantes y estamos aquí”.
La misa, de hecho, es todo un ejercicio de integración que ha perdurado por cientos de años. Algunas oraciones y cantos (como el Padre Nuestro) son en lengua ancestral y en un momento de la ceremonia, el sacerdote bendice los bastones de mando de los diferentes miembros del cabildo. Además, el propio gobernador del resguardo habla y da un mensaje a la comunidad.
Una mezcla que no solo se ve en esa ceremonia, sino casi todo el tiempo. Al lado de la tulpa de Emerenciana Chindoy, por ejemplo, hay un crucifijo y una imagen de la Virgen María. Y cuando van a hacer algún ritual de armonización, los indígenas suelen saludar a “Dios todo poderoso, la Santísima Virgen y al espíritu de la naturaleza que nos da la posibilidad de estar reunidos alrededor del abuelo fuego".
El Betsknaté tiene su sonido particular: una mezcla de tambores, flautas traversas, sonajeros, cuernos, capadores, dulzainas y algunos gritos ocasionales de alegría.
Un ejemplo de convivencia y reconciliación
En Putumayo, al Betsknaté no solo lo conocen como el Día Grande del pueblo Kamëntsá, sino también como la fiesta del perdón y la reconciliación. El Taita Santos dice que es un nombre que le ha dado el pueblo no indígena más que la propia comunidad, pero lo cierto es que detrás de toda la fiesta sí hay un concepto de armonizar las relaciones sociales y restablecer el equilibrio alterado por los conflictos, que promueve espacios de reconciliación con la naturaleza, los espíritus, la familia, los demás miembros de la comunidad e incluso con las personas que no pertenecen a la misma.
Juan Carlos Muchavisoy, alguacil mayor del resguardo el año pasado, ya había dicho en una entrevista para el Ministerio de las Culturas, que esta celebración era “una gran posibilidad de reencontrarnos, de reconciliarnos, de celebrar la vida, precisamente, de tomarse un momento y de compartir”, bajo el “pensamiento colectivo y de familia de nuestra comunidad”.
La celebración, de hecho, está llena de esos detalles colectivos: los Kamëntsás no solo se abrazan, buscan consejos de los mayores y piden perdón cuando hay asuntos pendientes, sino que ese día, luego de la misa, viven una verdadera experiencia colectiva: bailan y celebran en la plaza principal del pueblo, en la sede del cabildo, en las calles y en sus casas, y, mientras tanto, comparten chicha y comida (carne de res, huevo, mote de maíz, ají o gallina) con vecinos, amigos, conocidos e incluso desconocidos. Hay tanta comida que, incluso, entregan una bolsa para guardar el avío, o lo que sobra para comer después.
Durante todo el día los Kamëntsá bailan, tocan instrumentos, toman chicha, comen y celebran en las calles del pueblo. La idea es compartir con la comunidad.
La fiesta se ha popularizado tanto que, en las calles de Sibundoy, así como de su vecino municipio de San Francisco, se pueden ver ingleses, holandeses y estadounidenses que terminan mezclados con la comunidad, tocando capadores o dulzainas, tomando chicha y vestidos con los trajes coloridos de los indígenas.
La fiesta normalmente se extiende hasta la madrugada e, incluso, continúa al día siguiente, martes, en otros municipios como Santiago y Colón. En este caso es liderada por la comunidad Inga, que llama a su Día Grande el Atun Puncha. Ambas celebraciones, aunque distintas, comparten su filosofía y tienen muchos vasos comunicantes. Y es que, para los indígenas, más que una fiesta colorida y una oportunidad para bailar, comer y celebrar esta expresión cultural es parte de lo que son, un motivo de satisfacción y la oportunidad de abrazar su cultura y sus tradiciones.
Lo tienen tan claro, que los Kamëntsá se pusieron una nueva meta: quieren hacer el proceso para que el Betsknaté sea Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, como ya ocurrió con el Carnaval de Barranquilla y el Carnaval de Negros y Blancos, de Pasto. Lo ven como una oportunidad de proteger aún más su fiesta, sus tradiciones y sus conocimientos ancestrales. Como un camino para asegurar que las nuevas generaciones sigan sintiendo orgullo por lo que los hace únicos.
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